¿Alguna vez te has sentido derrotado, desanimado y agotado hasta los huesos?

El rey David de Israel sintió esta misma fatiga abrumadora del alma. A pesar de la promesa de Dios de que el Salvador sería uno de sus descendientes y a pesar de que era llamado “un hombre conforme al corazón de Dios”, David luchaba con su fe y su fidelidad a Dios. Mandó asesinar a un hombre en lugar de admitir que había cometido adulterio con la esposa de ese hombre. Su propio hijo Absalón codiciaba su trono con un celo nacido del odio. Otro hijo preciado murió como consecuencia del pecado de David. Engaño. Traición. Dolor.

En el Salmo 22:1,2, David gime: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás tan lejos de salvarme, tan lejos de mis gritos de angustia? Dios mío, clamo de día, pero no respondes; grito de noche, y no hay descanso para mí”.

¿Con qué frecuencia nos sentimos como David? ¿Cuando giramos en círculos lentamente y solo vemos las empinadas paredes del valle en el que estamos? ¿Cuando Dios parece tan lejano?

Pero Dios está cerca. El mismo David, que a veces se sentía a años luz de Dios, más adelante se regocija en el mismo salmo, “No desprecia ni desdeña el sufrimiento del afligido; no esconde su rostro de él, sino que escucha su clamor de auxilio” (versículo 24).

Anímate, cansado. Dios escucha tus clamores y ve tus lágrimas. No te ha dejado. Él está allí en cada valle, en cada circunstancia, sosteniéndote cerca.