Cuando la oscuridad era tan densa que podías usarla como ropa, Dios tuvo una idea. “Hágase la luz” (Génesis 1:3). En un instante, él sabía que podía excitar los fotones lo suficiente como para brillar. Los hizo brillar en dirección a su magnetismo. Ajustó diferentes intensidades para crear el día y la noche, el crepúsculo y el amanecer. Proveyó luz en soles, lunas, estrellas y en su propio rostro. Descubrió que la luz a través de un espectro crearía una existencia muy colorida. Puso toda la física en su lugar en un abrir y cerrar de ojos. Ahí estaba. Luz. Y quería que otros disfrutaran la belleza de la luz tanto como él. Deseaba que las personas vieran la luz y reflejaran la luz. Ser la imagen de la luz.
La oscuridad no se rinde. Nunca lo hace. También es poderosa. Siempre amenaza con apagar cualquier pequeña chispa de luz. Pero Dios es luz. No permitirá que el mal nos lleve de vuelta a la oscuridad absoluta. Dios está presente en cada rayo de esperanza de un final feliz. Su rostro se iluminó de placer en su único Hijo, quien es la Luz del mundo. El amor de Cristo por nosotros ilumina nuestro estado de ánimo.
Cuando sientas que la oscuridad se acerca, que la luz del Señor te bendiga y te guarde. Que su rostro resplandezca sobre ti y te muestre su gracia. Que te mire directamente a los ojos y te brinde paz. Amén.