Si alguna vez has leído el libro de Lamentaciones en el Antiguo Testamento, digamos que su nombre lo dice todo. Está lleno de tristeza y desesperación. El pueblo de Dios, los israelitas que vivían en Jerusalén, fueron desterrados en Babilonia. Una y otra vez rechazaron y dieron la espalda a Dios, lo que resultó en la destrucción de su amada Jerusalén por los babilonios. Ahora vivían como extranjeros en una tierra extraña, llevados allí en contra de su voluntad. No encajaban allí. No pertenecían.
Pero en medio de la oscuridad y la desesperación, ahí está en el capítulo 3 de Lamentaciones, casi saltando de la página: “Pero tengo esperanza, gracias al gran amor del Señor; ¡si no, ya estaríamos destruidos! Su compasión no tiene fin. Cada mañana se renuevan sus bondades; ¡qué grande es su fidelidad!” (versículos 21-23).
¿Alguna vez te sientes como el pueblo del Antiguo Testamento, desterrado en una tierra donde todo te resulta ajeno? ¿Alguna vez sientes que no encajas del todo en este mundo? Eso se debe a que tu corazón anhela reunirse con tu Creador. Tú y yo anhelamos estar en nuestro verdadero hogar: el cielo. El autor y teólogo C. S. Lewis dijo: “Si nos encontramos con un deseo que nada en este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fuimos hechos para otro mundo”. Anhelamos más. Fuimos hechos para más.
Por lo tanto, tenemos esperanza. Jesús murió para darnos esa esperanza. Gracias a él, pronto estaremos en casa.